¿Quién es el guía espiritual de los militares?
Fue un encuentro con
la muerte, cuando apenas tenía doce años, lo que llevó a Monseñor Fabio
Suescún a decidirse por el camino sacerdotal. Estudiaba en el colegio de
La Salle, en Bogotá, y se preparaba para participar en un partido de
microfútbol cuando en una de las salas se sorprendió con el velorio de
uno de sus profesores.
El cuerpo inerme de un Lasallista al que
había visto lleno de vida el día anterior, yacía ahora, con su sotana
café, en un ataúd rodeado de coronas de flores.
La atmosfera de lluvia y frió de una
tarde lúgubre contribuyó a que el impacto fuera mayor. Fue tan grande el
susto y el asombro en el funeral, que el joven cerró sus ojos y comenzó
a rezar con una fe que nunca había sentido. Pensó en la vida eterna y
en el momento final de aquel hombre inerme que estaba frente a él.
Monseñor Suescún fue el encargado de dar cristiana sepultura a 9 militares asesinados el fin de semana en Arauca.
En ese instante, Suescún lo tiene claro,
comprendió que era mortal. Apenas empezaba el bachillerato y decidió
entregarle su vida a Dios.
No tiene antecedentes religiosos en su
familia distintos al de ser descendiente de la hermana de aquel
presbítero conocido como el sabio José Celestino Mutis, quien lideró la
Expedición Botánica del Reino de Granada.
La decisión fue fulminante. Apenas
concluyó ese año, acompañado por un amigo que había sido expulsado,
Fabio Suescún se matriculó en el Seminario de Sibaté con la ayuda de un
sacerdote del colegio. Cuatro años después obtuvo su título de bachiller
en la misma institución cuyos vínculos con la Arquidiócesis de Bogotá
le permitieron hacer el tránsito al Seminario Menor de la capital. Luego
pasó al Seminario Mayor del Chicó, donde estudió filosofía y teología,
especialización que concluyó con una maestría en la Universidad
Gregoriana en Roma.
La cúpula militar consulta a Monseñor Suescún antes de ejecutar sus operaciones.
Un evento cambió el rumbo de su vida
cuando era obispo de Pereira. En 2001, le informaron que el Papa Juan
Pablo II lo había designado Obispo castrense, que equivale a ser el guía
espiritual de las Fuerzas Militares de Colombia. El destino, sin
buscarlo, lo acercaba a una forma de vida en la que se sentía cómodo. La
vida castrense exige tanta disciplina y sacrificio como la religiosa.
A Suescún le tomó tiempo aprender los
símbolos y las condecoraciones, barras, estrellas y soles. Su
interacción con uniformados lo ha llevado a reconocer que la orientación
religiosa de los soldados y policías es necesaria para fortalecer su
fuerza espiritual, que decae por el permanente contacto con la muerte.
Muchas veces, cuando los bendice en las
ceremonias de graduación en la escuela de oficiales y de suboficiales,
en medio de los aplausos de los padres de familia, siente que está
aplicando la extremaunción, que los despide para la muerte.
Monseñor Suescún lidera un grupo de más de 100 capellanes distribuidos en el territorio nacional.
Monseñor Suescún entiende las circunstancias del combate que obliga a
empuñar las armas y disparar en defensa propia y de la patria, así el
séptimo mandamiento rece: “No matarás”. Ve en los militares unos
constructores de paz y no hombres de odio. Seres humanos que guardan un
gran corazón bajo el camuflado. No son máquinas de guerra con alma de
roca. Sufren y celebran con lágrimas las derrotas y los triunfos.
Suescún ha visto llorar a Comandantes de
Unidades Militares ante la muerte de sus subalternos. Los cuadros de
los entierros son dolorosos: mamás destrozadas, como las ocho mujeres de
Ibagué, quienes desoladas, despidieron entre banderas e himnos sus
hijos asesinados en Arauca.
Acompaña a los deudos y regresa a su
casa de Bogotá a descansar. Sueña con mantener en alto la mística y la
ética entre la alta jerarquía, pero también sueña con que en Colombia,
así como el Ministerio de Guerra se convirtió en el Ministerio de la
Defensa algún día, sea posible crear un ministerio para garantizar la
Paz en Colombia.
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